INTRODUCCIÓN
Decía John Keats: “Si la poesía no nace espontáneamente como la hoja de un árbol, es mejor que no nazca de ningún modo”. Acertada cita por su parte. Acertada por su parte y lapidada por la de los poetas y poetisas noveles de este siglo. Se ha dejado de lado la espontaneidad estudiada, célebre, que caracterizó en la historia reciente a poetas como Federico García Lorca, para sumirnos en un toma y daca con el papel, en un continuo escribir y publicar sin corrección alguna en ciento cincuenta caracteres.
Decía el granadino que la poesía no quiere adeptos, quiere amantes. Otra máxima condenada al ostracismo. Los poetas quieren vivir de la poesía en un mundo en el que los poemas tienen el mismo valor que el papel en blanco. Qué van a hacer, entonces, más que promocionarse con una escritura fácil, rápida de producir, para todos los públicos. No aman el arte, no aman la poesía. Aman el reconocimiento que ella les trae. La poesía se escribe cuando ella quiere, dijo también José Hierro, pero se ha condenado a los autores a una poesía prematura, a una poesía forzada. Comer han de comer, la culpa no es tan suya, como muchas veces queremos hacer ver, como de nosotros, los lectores que, nunca saciados, pedimos más en menos tiempo.
Como es sabido, el poeta es la voz de la tribu, y como tal, responde a la llamada. Por eso la mayor parte de la poesía del siglo XXI es deficiente, una vaga copia de lo que fue ayer y de lo que aún es hoy en los grandes autores contemporáneos. No hablo ya de autores primerizos que escriben tan de vez en cuando que ni ellos mismos se acuerdan de la última vez que lo hicieron. Hablo de autores exageradamente reconocidos por el mismo público que les pide lecturas y, por ende, sobrevalorados. La culpa de la causa no es de los autores, pero la actitud con la que se enfrentan a ella sí lo es. Y siguen vendiendo su talento, cuando lo tienen, con tal de ganarse la fama, en vez de buscar la mejora constante, la autocrítica que, habiéndose llevado a tantos por delante (recordemos al genial Juan Ramón Jiménez), tan necesaria es.
Y uno, que se frustra al leer a Aleixandre porque se da cuenta de que nunca va a alcanzar la excelencia suya, se frustra más al ver a qué ha quedado reducida la poesía. A un producto, ni más ni menos. Se le acaba cogiendo asco al amor, de tan empalagoso que se hace ver. Nada queda de la Rima XXI de Bécquer en el siglo XXI. Traigan insulina.
EL LIBRO
Pero uno, cabezón como ninguno, sigue tratando de encontrar algo grande entre los innumerables «bestsellers». Y aparece entonces Rupi Kaur con su Milk and honey (2014) y a mí, como amante del castellano y detractor de los libros que mueven masas para nada homogéneas, me cuesta empezar mi primer poemario en lengua anglosajona. Ante mis manos, una edición minimalista cuanto menos. Tapa blanda, negra, sin solapas. En la portada el título, el nombre de la autora y dos abejas en blanco («¿y la leche?»). En la contraportada, un poema a modo de sinopsis. Doscientas cuatro páginas divididas en cuatro capítulos: the hurting, the loving, the breaking y the healing. Y, sobre todo, mucha poesía dentro.
Cabe destacar, y mucho, que no soy ningún gran entendido de la lengua, no salgo de esa palabra que todos los ignorantes usamos para disimular nuestra ignorancia: Amante. Pero aún así el libro despierta en mí sentimientos encontrados.
Siempre he pensado que un libro de poesía es como una enciclopedia de emociones. No creo necesario leer poemarios ni antologías de sopetón, como quien lee una novela. La poesía te llama cuando la necesitas, no cuando la quieres. El que escriba poesía sabrá a qué me refiero. Una de las razones por las que pienso eso es que la poesía que nació antes que yo tendía a ser realmente compleja. La que no era compleja de significado, lo era de estructura. Y la que a simple vista era sencilla, siempre guardaba algo escondido. Por eso, si te parabas a pensar en todos los tejemanejes que podía haber entre esa veintena de líneas que era una tonada, se volvía realmente difícil seguir leyendo sin parar en algún momento.
He tardado más en leer Elegías de Duino de Rainer María Rilke, con diez poemas, que los doscientos poemas de Milk and honey, y es que es un libro que, de tan conciso, no precisa de más de veinte segundos por poema. Para más inri, la gran mayoría de estos son lo que ahora está tan de moda, micropoemas. Tres líneas, una frase que puede quedar recogida en una compilación de citas célebres, y adelante. Lo que alguien como Einstein podría haber dicho espontáneamente en una entrevista con acierto sobrehumano, Rupi lo piensa, lo mecanografía, y le cuelga la etiqueta de poema. Y es ahí donde me planteo hasta qué punto es poesía lo que la autora escribe. Y creo que, a la larga, no sería yo amigo de categorizarlo como tal. Figuras literarias, las menos. Significados memorables, tampoco. Realmente, se podrían definir como escritos panfletarios de carácter poético.
El libro está catalogado como poesía en los comercios igual que podría estar catalogado como ensayo sociopolítico en verso. Se llama Milk and honey como se podría llamar Manifiesto feminista. Pero tiene algo que ha hecho que alguien como yo sea capaz de terminarlo, y no es el entrañable pasado de Rupi. Es lo que creo que lo ha hecho llegar a las listas de más vendidos. Esa esencia es el calibrado al que ha sido sometido cada uno de los temas tratados entre las páginas. No hay un poema romántico que resulte cursi o empalagoso. No hay un poema político que recurra al estereotipo o al llamamiento fácil. No hay, y esto es lo más importante, porque son la gran mayoría, un poema feminista que emplee el lenguaje burdo que se ha hecho viral y que ha desplazado el lenguaje de la filosofía feminista. Eso es algo realmente remarcable, pues el lenguaje poético se tiene que diferenciar en algo del lenguaje de la calle. Miguel Hernández soplaba los vientos del pueblo, no era el pueblo el que soplaba los vientos de Miguel Hernández, aunque sí los inspirase.
La figura del poeta es la figura de un filósofo de las letras, un pensador de la palabra. Por eso no cualquiera es poeta. Por eso, aunque se empeñen, la lucha en la voz de Rupi Kaur siempre estará más cerca de ser historia que esos «filósofos de la vida», que hablan lo que ya han hablado miles de filósofos, pero con la palabrería del que no sabe usarla. Autores de historias que tienen más de negocio que de historia, con protagonistas como Zorricienta o Gordinieves para derrumbar el estereotipo machista de los cuentos infantiles. A lo único que lleva ese tipo de lucha es a un embrutecimiento del pueblo. Sin embargo, la lucha de Rupi Kaur tiene la medida justa de lucha y de poesía, la medida justa de panfletarismo y de calidad lingüística. Cualquier amante de la literatura puede leerla, con los más y los menos de un libro primerizo, y lo mismo le ocurre a cualquier persona ajena a la poesía.
CONCLUSIÓN
Es un puente perfecto para romper esa burbuja que muchas veces encierra este arte, una burbuja de elitismo producido en muchas ocasiones por los propios autores y su supuesta superioridad moral e intelectual. Es un poemario del pueblo, para y por el pueblo, pero con la personalidad concreta y sólida de Rupi. No es una genialidad, no pasará a la historia como una obra maestra de la literatura. No será el nuevo Quijote ni el nuevo Hamlet ni el nuevo Ulises. Pero será un libro de poesía. Qué más necesita.
Para finalizar, porque siempre hay que concluir, lo consideraría un libro perfecto para introducirse en el mundo poético, puesto que comenzar con Aleixandre o Rilke, antes nombrados, puede ser un auténtico sopor para el lector más novato. Y también lo es para lectores más experimentados, para cambiar de aire y leer una novedad, número uno en ventas del «New York Times», que por fin merece la pena.
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